El oro es el mineral más raro y más puro, el más reluciente y maleable, y su resplandor atraviesa la historia humana. Por él se han envilecido muchas almas y ha provocado la desgracia y la sangre, la locura y el crimen. Su rastro puede seguirse en una fascinante exposición actualmente en cartel en Nueva York.
Todo el oro que se ha extraído de la tierra o del lecho reluciente de los ríos en los últimos seis mil años equivale tan sólo a algo más de ciento cincuenta mil toneladas: todo el oro del mundo cabría en unos sesenta trailers, según los cálculos de los expertos que han organizado una prodigiosa exposición sobre el oro en el Museo de Historia Natural de Nueva York. La muestra, en sí misma, ya es una cueva de tesoros: en la cuidadosa penumbra de sus salas relucen pepitas y cristales de oro y monedas y estatuas y lingotes de oro macizo con un peso total de una tonelada. Hay una pepita encontrada en Australia en el siglo XIX que pesa setenta y ocho kilos, y una habitación entera cubierta por una lámina de oro tan delgada que equivaldría a una sola moneda de oro macizo.
El oro es el mineral más raro y también el más puro, el metal más reluciente y a la vez el más maleable, y aunque sólo cinco de cada mil millones de átomos de las rocas de la tierra son de oro su resplandor atraviesa la historia humana y también la prehistoria, porque antes de que hubiera escritura ya había minas y joyas de oro con las que se enterraba a los muertos. El oro es lo más material que existe –pesa el doble que el plomo – y también lo más etéreo, porque a veces está tan pulverizado en la tierra que se necesita moler y tratar varias toneladas de roca para encontrar unos pocos miligramos, y también porque ha contaminado las imaginaciones y las lenguas a través de la historia y de la geografía del mundo con una universalidad sólo igualada por las pasiones humanas.
En las lenguas germánicas la raíz de la palabra oro es la misma que la del color amarillo: en latín su nombre, aurum, procede del de la primera luz del día, la aurora, porque su claridad ciega tanto como la del sol y es igualmente invencible. Para los aztecas tenía un nombre que nos suena mucho más exótico, teocuitlatl, que al parecer significa “excremento de los dioses”. En oro se han labrado esculturas de ídolos y diademas y máscaras de reyes, pero también pitilleras para satisfacer la vanidad de millonarios mundanos y circuitos de computadoras, por no mencionar los dientes de oro que antes brillaban en las bocas de las personas opulentas, y ahora en las sonrisas enormes de las estrellas macarras del hip hop.
Una vez, hace años, yo vi en los sótanos del Banco de España lingotes de oro que tenían un brillo más turbio que los otros, y que llevaban impresos el águila y la esvástica. Eran parte del oro con que Hitler había pagado las materias primas que le enviaba el general Franco: me pregunté al mirarlas, con un escalofrío, de dónde procedería ese oro, de qué bocas abiertas de cadáveres habría sido extraído entre las cenizas candentes de los hornos crematorios. Uno de los más bellos objetos de toda la exposición es la réplica de una escafandra de las que llevaban los astronautas del Apolo XI en su viaje a la Luna: herida por la luz, la superficie convexa el visor tiene un brillo dorado, porque está cubierta con una capa de oro de 0,00005 milímetros, imperceptible para la pupila humana, pero suficiente para reflejar la claridad excesiva del sol.
Vetas delgadas y sinuosas de oro se ondulan en el interior de una roca de cuarzo: un cofre de monedas que se hundió en un naufragio fue recuperado casi doscientos años después; el cofre está podrido casi entero, pero las monedas conservan su brillo intacto, no corroídas en dos siglos por las sales marinas. Mirando cada uno de los objetos en las vitrinas de la exposición –los pendientes, las máscaras, los anillos, las monedas, los lingotes macizos - intento imaginar todo el esfuerzo, todo el sufrimiento, que han acompañado al oro desde las minas hasta los escaparates blindados de las joyerías, desde los campamentos de California o de Alaska o Sudáfrica o Siberia hasta las bóvedas de los bancos. El brillo del oro hipnotiza, igual que desconcierta su peso cuando tenemos un lingote entre las manos. El oro está en millares de expresiones de la lengua común y también mezclado a la desgracia y a la sangre, a la locura y al crimen. En el cine la búsqueda del oro se asocia siempre a un trastorno que lleva a la perdición. Al final de El tesoro de Sierra Madre, protagonizada por Humphrey Bogart, el oro en polvo por el que se han envilecido los buscadores se dispersa en el viento y se confunde con el polvo del desierto. Y yo dejo un momento de escribir y me pongo a pensar, todavía hechizado, en cómo brillará ahora mismo el oro en las vitrinas del Museo de Historia Natural de Nueva York, en las salas a oscuras donde no queda nadie.
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